El pleno del Ayuntamiento de Valladolid votó el pasado 2 de noviembre una moción, impulsada por el PSOE e IU, de reprobación de las palabras de su alcalde, Francisco León de la Riva, quien dijo “pensar siempre lo mismo” al ver “los morritos” de Leire Pajín. Durante el pleno, un grupo de vecinos se levantó mostrando tarjetas rojas al alcalde que reaccionó ordenando a la policía desalojar a los vecinos.
Dos semanas antes, el jueves 21 de noviembre, estudiantes de la Facultad de Ciencias Políticas de Complutense habían recibido a Rosa Díez de la misma forma, leyendo además un comunicado donde denunciaban que la diputada de UPyD pretendía usar el rechazo que su presencia despertaba entre los estudiantes de izquierdas como trampolín mediático.
Las encuestas sobre intención de voto y valoración de los líderes políticos están mostrando un notable desapego ciudadano hacia sus representantes así como un creciente cuestionamiento de la calidad democrática de un sistema político cada vez más mediatizado. La reducción del debate político a un diálogo de pocos con agendas cerradas y la creciente tecnificación de la política son factores que, a su vez, contribuyen al desprestigio de la política en general y de los políticos profesionales en particular. La denominada clase política se identifica, de hecho, con unas élites que no parecen rendir cuentas de su actividad más que ante sí mismas.
Las prácticas de democracia participativa, por el contrario, constituyen un elemento de oxigenación democrática de la esfera pública en la medida en que abren vías de rendición de cuentas (accountability) por las que los ciudadanos pueden interpelar a los políticos, reprocharles, alabarles o discutir con ellos.
En sociedades tan mediatizadas como las nuestras lo fundamental de toda iniciativa política que aspire a cierto éxito es su capacidad de comunicar a partir del manejo de códigos simbólicos y golpes de efecto. El estilo hipermediático de líderes y movimientos tan dispares como Berlusconi, Obama, Chávez, Greenpeace, los colectivos antiglobalización o el Tea Party no es más que una prueba de que participar en la lucha ideológica del siglo XXI obliga a generar productos políticos capaces de funcionar en el medio audiovisual, incluso en condiciones muy adversas, como cuando la práctica totalidad de los medios de comunicación no son afines al actor político que interviene. En este contexto, iniciativas como la de los estudiantes o los vecinos, por lo que tienen de comprometedoras para los interpelados, desbaratan el reparto de papeles entre el político (emisor de discurso) y los ciudadanos (receptores pasivos) y son por ello muy saludables en términos democráticos.
Los argumentos que pretenden justificar que el alcalde de Valladolid desalojara manu militari a los vecinos que protestaban en el pleno así como las acusaciones de intolerancia contra los estudiantes de la Complutense que forzaron a Rosa Díez a escuchar la lectura de un comunicado pecan o bien de una cándida ingenuidad (que no merece ningún tipo de atención politológica) o bien de una hipocresía inaceptable. En el escenario político actual, los grandes medios han normalizado que la corrupción salpique regularmente a la mayoría los partidos políticos, que presidentes del gobierno justifiquen acciones militares basándose en pruebas abiertamente falsas o que los gobernantes admitan sin reparos obedecer dictados de organismos tan ajenos a la voluntad popular como los mercados o los organismos financieros internacionales mientras, paralelamente, tienden a dramatizar cualquier intervención de actores políticos no institucionales (como los estudiantes o los vecinos). Pareciera como si el establishment político-mediático fuese tan indulgente y generoso consigo mismo como agresivo frente a la irrupción de “outsiders”; grupos y movimientos sociales o ciudadanos anónimos que sólo tienen acceso a la esfera pública mediante intervenciones imaginativas no convencionales.
Por otro lado, no hay que olvidar que tanto Rosa Díez (que junto a María San Gil promovió y participó en organizadísimos abucheos contra dirigentes del PNV) como el PP (algunos de cuyos militantes saltaron al estrellato al obligar a José Bono a huir a la carrera de una manifestación de la AVT) son especialistas en la bronca y el insulto como recursos mediático-políticos. Es lógico pensar que alguna vez tengan que saborear en boca propia el jarabe que tantos réditos les ha aportado.
No es casual que hayan sido los estudiantes de una facultad de políticas los creadores, a través de las redes sociales, de la tarjeta roja como instrumento de sanción simbólica para una clase política poco acostumbrada a rendir cuentas. Seguramente saben mejor que nadie que la política democrática ha sido siempre el arte del conflicto.
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